NUEVA YORK.- En todas las unidades de posparto de los hospitales de Estados Unidos, al día de haber nacido los bebés son sometidos al mismo ritual: una enfermera pincha el talón del recién nacido y estampa diminutas gotitas de sangre en una tira de papel, que de ahí es enviada para realizar una batería de análisis estándar. Es el llamado cribado neonatal, o “prueba del talón”.
Actualmente, esa batería de análisis busca biomarcadores infrecuentes que puedan ser indicio de una enfermedad rara, pero tratable como la anemia falciforme o la fibrosis quística. ¿Pero qué pasaría si esa misma muestra de sangre seca pudiera revelar si más tarde en la vida ese bebé tendrá riesgo de desarrollar una determinada enfermedad para la que no hay prevención ni cura?
¿Qué pasa si ese pinchazo en el talón pudiera decirte que a los 5 años tu bebé casi con certeza será diagnosticado con autismo, o que cuando sea adulta tu beba tendrá más chances de desarrollar cáncer de mama? ¿Lo querríamos saber? ¿Ella querría?
Esas preguntas ya no son hipotéticas: hoy hay decenas de miles de padres que quieren saberlo y anotan a sus recién nacidos en proyectos de investigación que examinan el genoma del bebé: el plan de obra completo del desarrollo de su cuerpo. Como el procedimiento de secuenciación del genoma se fue abaratando, va creciendo silenciosamente la costumbre de mandar analizar miles de genes de bebés saludables, situación que viene a renovar el viejo dilema de “hasta dónde conviene saber”, y quién debe decidir dónde poner ese límite.
Científicamente hablando, las posibilidades son prácticamente infinitas. En tanto casi todas las enfermedades tienen alguna base genética, el genoma completo de una personas, —con sus tres trillones de pares base que codifican unos 20.000 genes—, contiene un tesoro cargado de datos que pueden salvar vidas y de respuestas a secretos que no nos dejan dormir.
Pero los expertos difieren. Algunos dicen que revelar el riesgo de una enfermedad incurable solo sirve para angustiar y alarmar a los padres, al someterlos a un bombardeo de desalentadoras predicciones para la vida de su recién nacido. Otros creen que cualquier dato de enfermedades que se manifiestan en la adultez —como el cáncer de mama o de colon—, deben ser excluidos, ya que violarían la privacidad y autonomía de ese futuro adulto: en otras palabras, su derecho a no saber.
Y hay otros que piensan que el “pronóstico genético” es el futuro de la medicina, y que el conocimiento es poder si es usado sabiamente.
En cierto sentido, el debate sobre el cribado neonatal es tan antiguo como el análisis mismo. En la década de 1960, los médicos empezaron a usar muestras de sangre seca de los bebés para detectar un trastorno metabólico poco común llamado fenilcetonuria y poco después empezó a incluir otras afecciones.
A finales de esa década, la Organización Mundial de la Salud (OMS) publicó una lista de 10 principios para determinar qué afecciones era apropiado analizar en el cribado general que se le hace a todo recién nacido. La guía establecía, por ejemplo, que debía haber consenso sobre qué constituye un caso positivo y también sobre la disponibilidad de un tratamiento para esa condición.
En la década de 1990, cuando los laboratorios empezaron a usar los novedosos espectrómetros de masas en tándem para realizar diversas pruebas con una sola muestra de sangre, se produjo un nuevo auge, tanto de su potencial científico como del debate ético: ¿Que podamos hacerlo implica que debamos hacerlo? El gobierno de Estados Unidos finalmente optó por conformar un comité federal que examinaría la evidencia de cada prueba de biomarcador —el grado de precisión del análisis, la gravedad de la enfermedad, y si existía alguna forma de tratamiento— antes de decidir si la añadiría a la “batería de análisis de cribado uniforme recomendado” que recomienda adoptar.
Sin embargo, para la secuenciación genómica completa no existe un sistema de supervisión similar, ya que hace dos décadas apenas existía. Hoy, la secuenciación del genoma está disponible para cualquiera curioso por unos pocos cientos de dólares. De hecho, algunos hospitales de investigación incluso les pagan a los padres por participar.
El actual gobierno de Donald Trump disolvió ese comité federal, aunque de todos modos el criterio de ese comité para la batería de cribado recomendado claramente no habría sido lo suficientemente amplio como para afrontar el reto de analizar la cuestión de la revolución genómica. Desde su creación en 2010, el comité examinó los datos de una enfermedad por vez, y solo se añadieron nueve afecciones a las 29 recomendaciones originales. A ese ritmo, al equipo se le habría complicado evaluar los cientos de trastornos potenciales que la secuenciación del genoma ya puede revelar con un solo análisis. El Congreso norteamericano le ha encargado a un grupo de expertos que ayude al gobierno a planificar la nueva era del cribado neonatal. Para algunos de estos científicos, la cautela es clave. La genética siempre ha sido considerada un campo de estudio excepcionalmente delicado, ya que no aborda el presente, sino el futuro, y esos científicos escépticos creen que es peligroso desechar los principios establecidos sobre qué buscar y qué no buscar, solo porque hemos mejorado nuestros métodos de análisis.
¿Cuál debería ser entonces el nuevo marco? La mayoría de los expertos coinciden al menos en una convicción: si el examen de un gen puede prevenir de forma fiable un resultado devastador, deberíamos saberlo.
Un bebé que nace con mutaciones en ambas copias del gen SMN1, por ejemplo, desarrollará atrofia muscular espinal tipo 1, una afección en la que las células nerviosas de la médula espinal se desgastan, causando la muerte del niño a los 2 años. Pero si el bebé recibe tratamiento a partir de los 15 días de vida, puede alcanzar todos los hitos del desarrollo y evitar indefinidamente la aparición de los síntomas.
El debate más acalorado es en torno a los numerosos genes que no son tan sencillos. Para entender sus matices, conviene pensar la genética en términos de repostería. Mientras que las pruebas tradicionales de sangre buscan indicios físicos de enfermedades en el cuerpo —en repostería, por ejemplo, la densidad inusual en bizcochuelo), la secuenciación genética va mucho más allá, analizando la receta y buscando errores en las instrucciones e ingredientes originales que puedan causar un resultado desalentador.
Y ahí es donde empieza el drama. Las recetas suelen dar como resultado platos muy específicos, pero —como pronto descubren los pasteleros principiantes— no son infalibles. Hay muchos genes vinculados a trastornos que pueden variar tanto en su probabilidad de causar la enfermedad como en la gravedad de sus potenciales síntomas. Además, también es importante el entorno, así como la altitud o la temperatura ambiente puede cambiar por completo el levado de una masa o el resultado de una receta.
En esencia, la presencia de una mutación genética en un bebé sano indica un nivel de riesgo, no un diagnóstico. Tal vez los padres puedan enterarse de una mutación pocos días después del nacimiento de su hijo, pero podría llevar meses, años o incluso décadas comprender qué impacto tiene en la vida del niño. Si esas sutilezas son difíciles de abarcar para cualquiera de nosotros, mucho más para una madre primeriza que hace semanas que no duerme y contempla embelesada al pequeño bebé que acurruca en sus brazos.
Pero muchos de los grandes investigadores en genómica infantil no se dejan intimidar por esas incertezas. Tampoco les preocupa que una afección sea curable, siempre que se pueda actuar sobre ella de alguna manera, y argumentan que conocer las predisposiciones de un niño puede ayudar a que los padres obtengan apoyo más rápidamente cuando lo necesiten.
Está, por ejemplo la doctora Wendy Chung, pediatra y genetista molecular. El estudio de la doctora Chung, llamado “Guardian”, les ofrece a los padres de bebés nacidos en hospitales NewYork-Presbyterian el acceso a los resultados de secuenciación genómica de unas 450 enfermedades y afecciones. Más del 90% de los padres que se inscribieron para cotejar los resultados de sus bebés optaron por la batería de afecciones sin cura, incluidas las del neurodesarrollo asociadas con el autismo.
La razón es que esos datos, con suerte, podrían permitir que un niño acceda a terapia del habla y ocupacional cuando su cerebro todavía es plástico, permitiendo una mayor integración y a más temprana edad. También podría ayudar a que reciba tratamiento temprano para las diversas afecciones que suelen acompañar al autismo, como la epilepsia, problemas gastrointestinales y dificultades sensoriales de visión y audición. “Lo que escuchamos de muchos padres es: Si va a ser así, entonces prefiero sentirme empoderado para poder maximizar el potencial de mi hijo”, afirmó la doctora Chung. “Ellos entienden que eso está ahí, por más que no lo leas ni lo digas en voz alta”, sumó.
A pesar de todos los potenciales beneficios de ese enfoque, el estudio de Chung ha sido duramente criticado por las organizaciones de defensa de los autistas, que consideran que los análisis de los genes asociados con el autismo en recién nacidos es un paso más hacia las pruebas prenatales para impedir directamente esos nacimientos: el camino a la eugenesia.
Y los bioeticistas tienen sus propias preguntas: ¿Cómo se cubrirá la demanda de una avalancha de familias con tan pocos especialistas pediátricos y asesores genéticos? ¿No será una fábrica de pronósticos alarmantes en niños que tal vez nunca manifiesten retrasos importantes en el desarrollo? ¿Y no profundizará la desigualdad entre los niños que terminen siendo autistas, ya que solo los padres con buenos contactos se habrán adelantado y conseguido tratamiento temprano? En todo caso, esas son cuestiones que el sistema de salud pública deberá resolver. Para los padres que se enteran de que su hijo corre riesgo de autismo, el desafío más inmediato es asimilar la noticia. Y la doctora Chung y su equipo estaban tan preocupados por el impacto emocional en los padres que diseñaron un proyecto paralelo para estudiarlo.
El programa BabySeq, en Boston, lleva la predicción genética a otro nivel: llega hasta la mediana edad e informa resultados de más de 4000 genes, incluyendo aquellos que codifican algunas enfermedades que aparecen en la edad adulta, como el cáncer de mama y de ovario.
El programa BabySeq fue iniciado en 2013 por Robert C. Green, genetista médico del Hospital General Brigham de Massachusetts y profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Harvard. BabySeg fue el primer programa del mundo en secuenciar el genoma de bebés sanos, y por entonces era “totalmente radiactivo”, recuerda Green.
“Publicaban artículos académicos con títulos que directamente decían: ‘BabySeq no es ético’. En las reuniones y congresos, la gente se paraba para gritarme”. Y después de una pausa, agrega: “Y a veces me siguen gritando”. Los detractores del programa aseguran que conocer tempranamente la probabilidad de una enfermedad en la edad adulta no ofrece ningún beneficio inmediato para el niño, y que etiquetar a un niño sano como “niño en riesgo” puede, de hecho, afectar negativamente su vida, generando un estigma indebido, sobreprotección por parte de los padres o incluso una profecía autocumplida. (Existe un término clínico para este fenómeno, llamado “Síndrome del Niño Vulnerable”.
Pero el doctor Green considera que esa preocupación es paternalista, y agrega que los padres son perfectamente capaces de aceptar y adaptarse a datos con matices, incluso a datos incompletos, si esa información puede ayudar a su hijo. Por ejemplo, pueden alentar ciertas opciones dietéticas o la realización de colonoscopias tempranas. El riesgo de angustia catastrófica entre los padres es un “relato falso”, asegura Green, ya que quienes se sentirían particularmente afectados por un hallazgo son lo suficientemente conscientes como para optar por no participar.
Lo que sustenta el apoyo a proyectos como BabySeq es la oposición al concepto mismo de excepcionalismo genético: la idea de que nuestro ADN es fundamentalmente diferente del resto de nuestros datos médicos y debe tratarse con especial cuidado solo porque se remonta a tiempos muy lejanos. En tiempos en que la gente controla sus signos vitales con su reloj inteligente y experimenta con tratamientos para la longevidad, nuestros genomas son solo una nueva cláusula de ese contrato en constante evolución entre médico y paciente: un nuevo espacio para el conocimiento y la responsabilidad compartidos.
Kaitlin, de Boston y madre de dos hijos, era el objetivo perfecto para BabySeq. En el espectro que va de los padres que desean vivir “felizmente despreocupados” a los que desean conocer “cada ápice” de su hijo, Kaitlin pertenecía al segundo grupo, dice Green. Cuando un investigador entró en la sala de recuperación posparto y le ofreció secuenciar el genoma de su hijo de un día a partir de su punción del talón, Kaitlin preguntó si alguna madre alguna vez se había negado. Finalmente, recibió la llamada: su hijo tenía una variante del gen BRCA2 que lo ponía en mayor riesgo de cáncer de páncreas, próstata e incluso de mama en la edad adulta. Y esa mutación la había heredado de su madre.
Kaitlin le llevó los resultados de las pruebas de su hijo a su propio médico, quien le recomendó contratar un seguro de vida. Luego consultó con un oncólogo, le extirparon el útero y los ovarios, y se preparó para una mastectomía doble mientras entraba en una menopausia precoz, lo que a su vez la ponía en riesgo de sufrir osteoporosis y otros problemas.
Kaitlin cree que BabySeq probablemente le salvó la vida. Pero las respuestas que proporcionó la sangre del talón de si bebé hicieron disparar nuevas preguntas. Ahora Kaitlin se preguntaba si su hijo mayor no sería también portador de la mutación. Se preguntaba cuánto debía decirle al menor, quien eventualmente descubriría la anomalía en su propio historial médico. Y hasta qué punto compartirlo con sus familiares: hermanos, tías y primos que también podrían haber heredado la variante BRCA2, pero que por supuesto no habían manifestado ningún deseo de saberlo.
El inicio de una secuenciación genómica generalizada desatará un sinfín de dilemas como este. Aun así, las autoridades dicen que es algo inevitable: recientemente, los Institutos Nacionales de Salud de Estados Unidos publicaron una convocatoria de proyectos que evalúen la viabilidad de la secuenciación genómica de bebés en toda la población, lo que básicamente desencadenó una competencia científica para imaginar cuáles serán los alcances futuros de la batería de análisis del cribado neonatal.
Esa una oleada que se avecina, pase lo que pase, y la pregunta es si llegará de forma sistemática y responsable, para convertirse en un nuevo pilar de una infraestructura sanitaria que ayude a las familias, o de forma irreflexiva e imprudente, generando un pantano ético para los médicos y emocional para los padres.
Mientras tanto, la decisión sigue en manos de cada padre. Kaitlin finalmente les envió a sus familiares un correo electrónico con sus hallazgos genéticos, y cerraba así: “Lamento ser quien informe esto a la familia por si a alguno le causa más angustia de la esperada”. Varios familiares decidieron someterse a la secuenciación y encontraron la peligrosa variante en sus propios genes. Otros optaron por no hacerse la prueba.
El hijo menor de Kaitlin ya tiene 8 años. Ella y su esposo aún no han decidido cuándo ni cómo decírselo.
Emily Baumgaertner Nunn
(Traducción de Jaime Arrambide)