Tengo un vínculo “senso-afectivo” con mi auto. Últimamente se habla mucho de parejas múltiples y responsabilidad afectiva, pero nadie aclaró que tenía que ser con humanos. Y yo con mi coche tengo un metejón hermoso; aunque hay quien opina que nuestra relación tiene tintes sadomasoquistas, porque no han sido pocas las veces que caímos al taller, golpeado él, avergonzada yo, dando pobres excusas sobre su lamentable estado. Cuando me lo devuelven nuevo, sin bollos y con la chapa brillante, le prometo que lo voy a cuidar y no lo voy a dejar más en la calle. Pero después, otra vez lo estaciono en cualquier lado y lo encuentro con un vidrio roto, los cables del estero a la vista y un espejo colgando.
Pasa que yo aprendí a manejar de grande, nunca había sido especialmente fierrera ni entendía nada de motores. Hasta que enganché un laburo en una productora de televisión de exteriores donde saber manejar era una condición sine qua non para el puesto. Entonces me decidí a aprender. Tomé un curso oficial, me licencié, y empecé a pedirle a todos mis amigos con auto que me los prestaran para practicar, pero aún así me faltaba experiencia. En la “produ”, me tocaba manejar mientras mi camarógrafo sacaba la cámara por la ventana para registrar el recorrido y, en algunos barrios picantes, mis demoras para meter los cambios o maniobrar empezaron a convertirse en una peligro para nuestra integridad física y vital. Entonces me di cuenta de que no iba a aprender de verdad hasta tener mi propio auto.
Justo mi mejor amiga se iba a vivir afuera y me dejó el suyo, un “golcito gris”, a un precio accesible. Me lo entregó nuevo, poco kilometraje, piezas originales, ni un rayón. En las manos de una principiante, esa situación cambió rápidamente. En una de mis primeras prácticas lo llevé como treinta cuadras con el freno de mano puesto. Cuando me di cuenta ya le salía humo. Para sacar cancha estacionando lo rocé contra innumerables volquetes de basura, y otras formas inanimadas del paisaje urbano. Pero lo cierto es que me encariñé, y se volvió mi fiel compañero de aventuras. Llegué incluso a manejarlo hasta Mar del Plata donde probó que podía meter cincuenta kilómetros con el tanque en reserva.
El tema es que se fue poniendo viejito y ahora me recomiendan que lo cambie, o si no, cuando me lo quiera sacar de encima, me van a dar dos chirolas. Y ahí es cuando tengo que explicar lo del vínculo afectivo, que parece difícil de entender, porque al fin y al cabo es sólo una pertenencia material.
Pero si hay gente que se encariña con muebles antiguos, mascotas que orinan toda la casa o personas que después tildan de tóxicas, ¿qué tiene de reprobable mi inocente romance con una hermosa cafetera rodante? Si no lo aceptan por las buenas, no me dejan más remedio que salir a protestar. Militaré un cambio en la legislación que permita formalizar nuestro vínculo, y no me rendiré hasta lograr que un juez nos declare: “golcito y mujer”.