El auto rojo, bien lustrado, espera en el garage que su dueña vuelva a manejarlo. Iva y Ron Bradley se despiertan cada mañana diciéndose “Hoy será el día”, y se acuestan cada noche pensando “Será mañana”. Desde hace 27 años, esperan. ¿Qué? Alguna noticia sobre Amy Lynn, su hija de 23 años desaparecida misteriosamente en un crucero el 24 de marzo de 1998.
Oriundos de Virginia, Estados Unidos, el viaje por el Caribe a bordo del Rhapsody of the Seas, era una suerte de premio para Ron de la compañía en la que trabajaba. Compartían camarote con sus hijos, Amy y Brad. En el balcón de ese camarote Ron vio por última vez a su hija, dormitando en una reposera, en la madrugada de ese fatídico martes. Media hora después, la chica había desaparecido.
Nada volvió a ser lo que era en la vida de los Bradley. Ron y Brad viajaron a puertos donde amarró el barco ya sin Amy. Iva se quedaba en su casa, esperando un llamado que nunca llegó. Con el paso del tiempo, algunos testimonios, y hasta unas fotos que analizó el FBI, hubo fuertes sospechas de que fue víctima de una red de trata.
En el documental que Netflix acaba de estrenar sobre el caso, Iva y Ron hablan y lloran, lloran y hablan. Un sitio que creó la familia con distintas fotos de ellos es visitado en Navidad, Acción de Gracias y el cumpleaños de Iva por alguien que permanece varios minutos en línea. Hasta ahora no han podido rastrear el lugar de conexión. Amy Bradley fue declarada muerta en 2010, pero la causa sigue abierta. Destrozados, Ron, Iva y Brad no bajan los brazos.
Es imposible, hoy, y a miles de kilómetros de la casa de los Bradley, no estremecerse pensando en el drama de otra familia, los Fernández Lima, que desde el 26 de julio de 1984, atravesaron el mismo calvario, la misma desesperación del no saber, la misma angustia de la espera desesperada, buscando ayuda aquí y allá, intentando las mismas, dolorosas estrategias: Irma, la mamá de Diego, el adolescente de 16 años que después de almorzar con ella le pidió plata ir a la casa de un amigo y desapareció de la faz de la Tierra, no quiso dar de baja el teléfono fijo por si él la llamaba, y no dejó de mirar por la ventana, cada día, esperando su vuelta.
Juan Benigno, el papá, inauguró una libreta de tapas negras anotando cada posible pista, cada dato que pudiera ayudarlo a resolver el misterio. Murió en su bicicleta, siete años después de la desaparición de Diego, atropellado a once cuadras de donde su hijo, sin que lo supieran, había sido asesinado.
Los vecinos de Congreso 3742, la casa donde vivía entonces y sigue viviendo ahora la familia Graf, y donde aparecieron los restos de Diego junto a sus pertenencias, en una fosa de apenas 60 centímetros cavada de apuro, no pueden asimilar lo que está pasando. Uno de ellos dijo que algo se había roto en el barrio. Cristian, el hijo de los Graf, fue compañero de Diego un año en la ENET N°36, y ambos compartían la pasión por las motos. Para la Justicia, hoy es un sospechoso. Será ella quien determinará quién mato a Diego de una puñalada.
A diferencia de la de Amy, la causa aquí ya prescribió. Aunque no haya posibilidad de condena, hay una insobornable necesidad de verdad, de saber quién, y por qué. A la crueldad de su crimen se agrega otra, casi tan grave: la de haber mantenido 41 años esperando, sin saber que era una espera sin esperanza, a sus padres, sus hermanos, sus compañeros de colegio, sus amigos del club Excursionistas. A Diego lo mataron entonces, y volvieron a matarlo ahora, cuando el encuentro casual de sus restos puso fin a la desgarradora espera, y a la esperanza. Cuatro décadas después, alguien tendrá que dar explicaciones y asumir la culpa. Atravesados por el dolor de la certeza otros podrán, al fin, hacer su duelo.