Trepado a lo más alto del árbol, con los invitados al asado sentados ya a la mesa, el chico de 13 años desparramaba todo tipo de insultos y de esas llamadas malas palabras a diestra y siniestra. Atenta a la cocción de achuras y cortes de carne, la madre lanzaba cada tanto miradas cómplices a los comensales, con una risita nerviosa. Hasta que, harta y consciente de la incomodidad reinante, se alejó de la parrilla, se paró al pie del árbol y, los brazos en jarra, gritó con todo el caudal de su voz: “Julián, la p… que te parió. Bajate de ahí y dejate de joder o te c… a trompadas”.
Fue mucho antes de que los insultos se convirtieran en moneda corriente, y desde ámbitos impensados apenas tiempo atrás. Fue antes también de que Roberto Fontanarrosa pronunciara su inolvidable discurso en el Congreso de la Lengua Española, donde se preguntó si las malas palabras son tales porque les pegan a las otras, porque son de mala calidad o porque se deterioran cuando se las pronuncia y se dejan de usar. Y donde explicó por qué algunas de las malas palabras eran, a su criterio, irreemplazables: “No es lo mismo decir que una persona es tonta o zonza que decir que es un pelotudo”, explicó, para graficar: “…el secreto, la fuerza está en la letra T”, insistiendo: “Anoten las maestras, está en la letra T. No es lo mismo decir zonzo que decir ‘pelotudo’”.
Parece ahora que la Real Academia Española, 11 años después de aquel congreso, decidió tomar nota, y acaba de incluir la palabrita en su famoso diccionario. “Dicho de una persona que tiene pocas luces, o que obra como si las tuviera”, lo define. Y agrega que se usa también como insulto. Si la RAE ya lo consagra, ¿quién podrá defendernos?