Como médico que era, el presidente radical Arturo Umberto Illia se ocupó, a poco de asumir, de un tema fundamental para la salud de los argentinos: los medicamentos.
El 15 de enero de 1964 envió al Congreso un proyecto de ley a partir de un estudio sobre unos veinte mil productos medicinales. Impulsado por el ministro de Salud, Arturo Oñativia, consideraba que los medicamentos no podían ser tratados como cualquier mercadería porque eran bienes sociales.
El trabajo había detectado que muchos medicamentos que se comercializaban en el país no eran lo que decían: algunos ni siquiera contenían la droga que los hacía útiles; otros no la tenían en las proporciones necesarias.
El gobierno les dio a los laboratorios un plazo de seis meses para aclarar y corregir la situación, pero las empresas, conscientes de su poder, no se dignaron contestar.
Así recordaba Illia esa situación: “Pudimos comprobar que un medicamento que a lo mejor tenía un costo de un peso se vendía a 50 o a 100, lo que era una desmesura tremenda. Por una parte, el medicamento no contenía lo que debía contener y por otra el precio era verdaderamente superior al costo de producción. (…)
Los laboratorios protestaron y dijeron que éste era un gobierno dirigista que se entrometía en la elaboración de los específicos donde ellos eran verdaderos expertos. Entonces nosotros propusimos que cada laboratorio hiciese una declaración jurada que dijera cómo interpretaba los costos y que afirmara cuál era la calidad de sus medicamentos.
Se les dieron seis meses para que presentara la declaración jurada, mientras los precios seguían congelados. Pero ningún laboratorio presentó la declaración jurada; ¿cómo iban a presentarla frente a las comprobaciones que habían hecho las comisiones?”.
Los arduos debates llevaron seis meses, en los que se hicieron sentir las tremendas presiones de los todopoderosos laboratorios multinacionales.
Los grandes laboratorios incluso recurrieron a la banca internacional para apretar al gobierno, que por entonces buscaba renegociar vencimientos de la deuda externa con el consorcio de países acreedores conocido como Club de París.
Finalmente, la ley 16.462 de Medicamentos fue aprobada por el Congreso el 23 de julio de 1964.
La norma regía para todo producto “de uso y aplicación en la medicina humana”, incluidas drogas base, reactivos y elementos de diagnóstico, y en toda la cadena de elaboración, fraccionamiento, depósito y comercialización, incluido el comercio exterior y a quienes la integraban.
Fijaba que esas actividades solo podrían realizarse, “previa autorización y bajo el contralor del Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública, en establecimientos habilitados por el mismo y bajo la dirección técnica del profesional universitario correspondiente”.
Los laboratorios debían elaborar sus propios productos (no autorizándose los que se limitaran a envasar los producidos por terceros) y se establecía la venta al público de los medicamentos en su envase original.
Otro aporte del ministro Oñativia fue la ley 17.259 de “Obligatoriedad del uso de la sal enriquecida con yodo como profilaxis del bocio endémico”, que ayudó, a través de un mecanismo tan sencillo como el agregado de yodo a la sal doméstica y a la de consumo vacuno, a erradicar una enfermedad que afectaba, según las provincias, a entre el 10 y 50% de la población.
También el Gobierno impulsó la creación del Servicio Nacional de Agua Potable, con el objetivo de extender el derecho humano a este consumo básico a todo el país.
El doctor Illia fue derrocado por un golpe cívico militar encabezado por el general Juan Carlos Onganía. Una de las primeras medidas del dictador fue derogar por decreto la ley 16.462 de medicamentos y liberar el precio de los remedios.