El caso del Perrito Barrios y el mundo paralelo de los potreros: apuestas, lujos, tentaciones y pierna fuerte en el fútbol que algunos no quieren ver

El caso de Nahuel Perrito Barrios, el ex San Lorenzo que terminó herido de bala y detenido en medio de un picado en Dock Sud, pone sobre la luz el mundo subterráneo del fútbol. Otro fútbol. Uno que está lejos del alto rendimiento pero que mueve tanto dinero que les permite a muchos de los jugadores, a los mejores, vivir de eso. Un fútbol paralelo al fútbol del que todos hablan en la superficie o en los canales de televisión. Un fútbol que se juega en los barrios -o en los clubes de barrio- y de madrugada con desafíos que pactan por WhatsApp, mensajes privados por Instagram o con apretones de mano y en el que las apuestas van mucho más allá de lo que propone el hegemónico establishment de las casas online y sus publicidades a toda hora. Es potrero en su máxima expresión, con campeonatos relámpago que empiezan una noche y terminan una mañana, con duelos de papi fútbol a cancha llena y con los espectadores invadiendo el campo de juego sin ponerse colorados y sin ningún tipo de contención, con torneos de penales que convierten en héroes a quienes mejor se adaptan al barro.

No son nuevos. Lejos están de serlo. “El Garrafa, una película de fulbo”, es el documental dirigido por Sergio Mercurio que recrea la vida del legendario José Luis Sánchez. Allí, durante una buena porción de la reconstrucción de la obra deportiva de quien fuera ídolo de Laferrere, El Porvenir y Banfield y también mito del Ascenso, la producción se sumerge en un potrero de la zona Oeste donde el propio Garrafa pasaba la noche ejecutando remates desde los 12 pasos contra arqueros random. Garrafa Sánchez no fue el único. Cada vez que se habla de la efectividad de Néstor Ortigoza desde el punto penal se repasaba con simpatía cómo el ex Argentinos y San Lorenzo había adquirido la templanza en esos torneos de barrio, donde el que no acierta no morfa.

Es apenas un recorte del fútbol que no se ve. El fútbol que juegan todos aquellos que no tienen la disciplina ni la fortuna para llegar a ser profesionales y que encuentran en esas noches de gambetas y pierna fuerte el sustento o el suplemento para llevar un pedazo de carne para el guiso. Ojo, también lo juegan los profesionales. Es el caso del Perrito Barrios. Y de muchos -por no decir muchísimos- otros que no se ponen la careta y despuntan el vicio de jugar para darles una mano a sus amigos, a sus hermanos o sus vecinos. Y, de paso, quedarse con un mango extra y ser el patrón del potrero.

Hay plata que circula a granel en billetes de baja denominación. Hay también armas por si la cosa se pone fulera. Es fútbol en estado salvaje. Aunque tiene una enorme organización por detrás. Los jugadores apuestan por ellos mismos y los espectadores eligen por uno u otro. Hay perdedores que ganan y ganadores que pierden… Aunque, en el fondo, todos ganan. El buffet del club organizador no comparte ganancias que se multiplican porque las botellas de cerveza fresca y los vasos mega de fernet con coca corren como el agua en las Cataratas del Iguazú. La parrilla, con los choris y los sánguches de carne al paso, tiene una demanda alta. Es un negocio, en otra escala y de otras características, montado detrás de la pelota. Nada que no haga una estructura más organizada. La escena se multiplica en cada barrio. Ocurrió en Dock Sud con el Perrito Barrios y sus amigos, pero la misma escena se replica en Lugano, en Fiorito, en Don Torcuato o en Villa Tesei. De Sur al Norte del GBA. Del Oeste de Conurbano al corazón de los barrios porteños más humildes y no tanto.

Más allá de las anécdotas de Garrafa Sánchez y del Gordo Ortigoza en los campeonatos de penales -hay que pagar entrada para participar-, existe un equipo que no está organizado como club y que puede ser rotulado como los Harlem Globetrotters del fútbol barrial. Es La Sub 21, un colectivo que nació en un potrero de Ingeniero Budge, en los márgenes de Lomas de Zamora, y que con el correr del tiempo se fue transformando en el Real Madrid de los desafíos.

El equipo gira por los barrios del Conurbano y de la Ciudad y acepta desafíos de cualquiera. Hoy no sólo hay jugadores de Budge. Los mejores, algunos viejos rivales, van siendo reclutados por habilidad y por juventud y el aura de imbatibilidad se expande al ritmo del boca en boca. Todos quieren jugar en La Sub 21. Es como ser convocado para jugar en la Selección.

“Son como una selección de siete futbolistas con la autodeterminación de Democracia Corinthiana de Sócrates para tomar las decisiones futbolísticas y un modelo económico socialista: la ganancia se reparte en partes iguales. Una cuenta rápida y poco rigurosa indica que de cada 10 partidos que juegan, ganan ocho. Cuando pierden, vuelven con poco en el bolsillo: apenas el porcentaje acordado de las entradas”, relató el periodista Luciano Bottesi en una nota publicada por Clarín en octubre de 2022.

En aquellos días cada jugador se llevaba en promedio unos 7 mil pesos por día. Eran, con el dolar blue rondando los 290 pesos, unos 30 mil pesos de ahora. Aunque el botín podía triplicarse en una buena noche con resultado, taquilla y apuestas con el viento a favor. Juegan entre cinco y seis partidos por semana. Si los ganan, el mes se empieza a acomodar para llegar al 31…

Hay un mito: la Sub 21 le ganó un partido a jugadores de la Selección Argentina. No de la de futsal, sino la que ya dirigía Lionel Scaloni. Aseguran que uno de ellos tiempo después levantó la copa en el Mundial en Qatar. Cuenta la leyenda, con demasiada precisión, que fue en Villa Caraza, Lanús, en el club San José. La fama del equipo que no perdía nunca llegó a oídos de los futbolistas de elite y por conocidos en común salió el desafío.

“Fuimos a jugar por un asado, para compartir algo. Se emocionaron y como tienen plata, dijeron: juguemos por plata. Era a puertas cerradas, para nosotros. Por 100 lucas quisieron jugar. Llegamos a 60 y no teníamos el resto, pero estábamos confiados. Re calientes quedaron y pidieron la revancha: 7 a 4 creo que les ganamos”, narraba en esa misma nota Franco Roldán, alma mater del equipo que tomó su nombre de la serie El Marginal.

Hace poquitos días volvió a ser noticia Lautaro Torres, un muy buen jugador del Ascenso. Su nombre había sonado fuerte a finales de 2024 cuando jugaba para Los Andes y apareció, con el nombre de pila cambiado -se anotó como Luciano-, como parte de un equipo que participaba en la Copa Potrero, un torneo organizado por el Kun Agüero que blanqueó este submundo y, como parte de un show -y un gran negocio-, les abrió la puerta a muchos de estos futbolistas para mostrarse en la superficie -y por una plataforma de streaming de las grossas-.

Hizo ruido que Torres, de 28 años, jugará ese torneo días antes de que el club de Lomas de Zamora disputará la final por el ascenso a la Primera Nacional ante Colegiales. Tanto ruido que después de la final perdida -en la que arrancó como titular-, la dirigencia del Milrayitas le mandó el telegrama de despido.

Torres juega tan bien al fútbol que el propio Colegiales lo contrató para jugar en la antesala de la Liga Profesional. Sin embargo, el ex Ferro recayó en la tentación y aceptó jugar un desafío por tres millones de pesos junto a Iván Ortigoza, otro compañero del plantel.

Se pusieron la camiseta de Rejunte de Bebote y enfrentaron a La Sub 21, el rival a vencer, en el gimnasio del club Independiente de Beccar. El duelo se vio en vivo y en directo por el canal de YouTube “Desde Adentro”. Y llegó a las oficinas de los dirigentes del club de Munro.

“El Club Atlético Colegiales informa que Lautaro Torres e Iván Ortigoza han firmado la rescisión de sus contratos, finalizando su vínculo con la institución”, anunció en sus redes sociales Colegiales la semana pasada. Como se ve, el dinero es tan tentador que hasta seduce a un jugador que está a un paso de llegar a la máxima categoría. Es el fútbol que nadie quiere ver. Y que, curiosamente, todos quieren jugar.