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Marcelo está parado al borde del muelle, vestido con un chaleco escocés que lo hace parecer un pescador del norte europeo. A sus espaldas, el volcán Lanín —ese cono perfecto de nieve inalterable— parece velar el paisaje como un dios sereno. A unos pasos de allí, Adriana camina por el jardín donde florecen amapolas patagónicas, flores de cosmos, lavandas y una araucaria que, según dicen, tiene más de mil doscientos años. “¿Qué puede salir mal con esta combinación?”, pregunta Marcelo, como quien no busca una respuesta.
La hostería Paimún no necesita grandes proclamaciones para ser inolvidable. Aquí no hay televisión, ni wifi, ni señal de celular. Durante el día no hay electricidad —el generador funciona apenas cuatro horas— y los relojes se rigen por lo que dicta la campana del comedor que indica la hora exacta en la que está lista la comida. En lugar de pantallas, hay sobremesas. En lugar de notificaciones, hay senderos. En lugar de urgencias, hay tiempo. Tiempo para mirar, para escuchar, para quedarse.
Fundada en 1967 por Fabio Dusini, el tío de Adriana, la hostería está ubicada en la angostura que une los lagos Huechulafquen y Paimún, justo frente a la cara sur del Lanín. Ese terreno, atravesado por una antigua ruta de balsas y vientos puelches, fue alguna vez punto de descanso para los balseros que transportaban troncos. Más tarde, Fabio lo eligió como el lugar para construir su sueño: una casa de montaña con espíritu alpino y vocación de hospedaje.
Adriana creció entre esas maderas, corriendo por los pasillos con otros chicos huéspedes, muchos de los cuales hoy siguen viniendo con sus propios hijos. “Yo jugaba a las muñecas debajo del muelle”, recuerda. Cuando su madre murió, se vino a vivir definitivamente con sus tíos. Desde entonces, esa fue su casa. El tiempo pasó, pero no la pertenencia. Ni la memoria.
Marcelo no nació en la Patagonia. Llegó desde Santa Fe en 1985, destinado como oficial al regimiento de montaña de Junín de los Andes. Se conocieron en el cerro Chapelco, donde Adriana era instructora de esquí y él intentaba, sin éxito, mantenerse en pie con unos esquíes prestados. Fue un cruce de temperamentos, nieve y chispas. Se enamoraron rápido. Y se hicieron inseparables.
Durante años vivieron entre destinos militares, inviernos en Zapala y veranos de ayuda en la hostería. Hasta que llegó el momento de elegir. Marcelo pidió la baja del Ejército en 1992, dejó atrás una carrera prometedora y se instalaron en Junín. Con el tiempo, tomaron las riendas del lugar.
Pero sostener una hostería como Paimún no es tarea liviana. El aislamiento implica una logística constante: ir y venir al pueblo, traer provisiones, cuidar cada detalle de mantenimiento, coordinar la atención sin descuidar el alma del sitio. “Nunca venís acá y te tirás en una reposera. Acá venís y ayudás”, dicen entre risas. Ellos, sus hijos, sus amigos. Todos, en algún momento, forman parte de esa rueda de trabajo silencioso y comunitario que mantiene vivo el lugar.
Adriana lo resume con ternura y orgullo: “Somos de Paimún. Mis hijos son de Paimún. Marcelo es Marcelo de Paimún”. El lugar los nombra.
Hay algo de rito secreto en Paimún. Un club no escrito al que se pertenece sin carnet, solo por haber estado. La mayoría de los huéspedes repiten año tras año. Algunos llegan todos los veranos desde hace décadas y piden la misma habitación, la misma mesa. Otros vienen tres días solo para conversar con Marcelo y Adriana. Algunos hasta llaman antes de reservar para preguntar si pueden venir con una nueva pareja, o si es posible cambiar una foto colgada donde aparece una ex.
En Navidad, los anfitriones reparten anécdotas y también zapatos —como aquella vez en que Fabián, un huésped de confianza, le regaló los suyos a Marcelo en plena cena—. Hay historias de familias que se reencuentran, de duelos, de confesiones inesperadas, de turistas que llegan agobiados y se van más livianos. De nacimientos, de muertes, de bodas. La hostería es también un testigo.
“Somos un poco psicólogos”, dicen. “A veces la gente solo viene a contarnos que se separó”.
Más allá de la calidez humana, el entorno deslumbra. La vista desde el muelle abarca el llamado Pichi Quillín —una unión acuática entre lagos, con apariencia de ancho río de deshielo—, los cerros Kantala y Huemul, y el cielo atravesado por nubes inquietas. Enfrente, el volcán Lanín, que nunca entró en erupción pero permanece activo, recorta su silueta sobre el azul.
Desde la hostería se organizan paseos en lancha, caminatas, salidas de pesca y travesías lacustres. Una de las más impactantes es la que llega hasta El Escorial, un río de lava solidificada que se adentra en el lago Epulaufquen, producto de una erupción del volcán Achen Ñiyeu hace 400 años. Se trata de un sendero geológico que normalmente se recorre a pie, pero que los huéspedes de Paimún descubren desde el agua, como una lengua oscura que divide el lago en dos espejos.
También está la isla de los chivos, donde antiguamente se llevaban a los machos para evitar pariciones invernales. Y la desembocadura del río Paimún, un sitio legendario entre pescadores que sueñan con truchas esquivas.
El aire huele a coihue húmedo. A veces, si uno tiene suerte, puede encontrar fósiles de almejas, vestigios de un pasado glaciario que dejó su huella en estas tierras.
Adriana y Marcelo han llevado adelante esta vida con una entrega callada y feroz. No han viajado demasiado, no se permitieron muchos lujos, no supieron —dicen— hacer otra cosa que trabajar. Pero en ese trabajo construyeron algo extraordinario: una forma de vida en la que el cuidado del otro, la belleza del entorno y la memoria afectiva valen más que cualquier plan de expansión o modernidad.
“Nosotros sabemos trabajar y nada más”, dice Marcelo, sin dramatismo. Pero cuando uno ve lo que han hecho, cuando respira el aire de Paimún, se da cuenta de que eso que llaman “trabajar” es en realidad sostener con amor un modo de estar en el mundo. Algo cada vez más raro.
El volcán sigue ahí, impasible. La campana volverá a sonar a la hora justa. Y en algún lugar del jardín, tal vez, Adriana esté contándole a un huésped nuevo cómo sus abuelos sembraban manzanas en Trento, o cómo su tío fue a ver a Perón para proponerle plantar frutales desde Junín hasta Neuquén.
Son historias que no están en ningún folleto. Pero que quedan grabadas. Como queda grabado Paimún.
Marcelo, con su habitual entusiasmo por compartir los secretos del lugar, suele sugerir a los huéspedes un paseo que combina la contemplación espiritual con la belleza natural: la visita a la Capilla María Auxiliadora del Paimún seguida del sendero a la cascada El Saltillo.
La capilla, ubicada a orillas del lago Paimún, es una joya arquitectónica que fusiona estilos occidentales y orientales. Posee dos torres: una latina con una campana de bronce y estaño de 400 kg, y otra oriental con cúpulas que simbolizan las ramas principales de la Iglesia Católica.
En su interior, se destacan los vitrales y bajorrelieves que representan los tres periodos de evangelización: jesuitas, salesianos y actual. El altar, hecho con madera maciza, y las imágenes de La Dolorosa y San Juan completan este espacio de recogimiento y paz.
Desde la capilla, el sendero hacia la cascada El Saltillo se adentra en el bosque andino patagónico, dominado por coihues y calafates. Tras aproximadamente media hora de caminata, se llega a una cascada de unos 25 metros de caída, donde es posible situarse detrás del velo de agua y obtener una vista panorámica completa de la cuenca de los lagos Huechulafquen, Epulafquen y Paimún.
Este paseo, que combina la espiritualidad de la capilla con la majestuosidad de la cascada, es una de las experiencias que Marcelo y Adriana recomiendan a quienes buscan conectar con la esencia de Paimún: un lugar donde la naturaleza y el alma se encuentran en armonía.