La guerra es la continuación de la política por otros medios”. Pocas frases han sido tan citadas y malinterpretadas como esta de Carl von Clausewitz. Lejos de glorificar la guerra, el estratega prusiano advertía que la violencia solo tiene sentido si está subordinada a fines políticos racionales. Cuando eso se pierde, el conflicto devora al objetivo.
Napoleón lo aprendió en Waterloo. Netanyahu y ahora también Trump podrían estar recorriendo un camino similar, arrastrando a Medio Oriente —y al sistema internacional— hacia una espiral sin retorno.
En los últimos meses, Israel escaló de forma sostenida su ofensiva militar: de Gaza a Líbano, y de allí directamente a Irán. La operación “León Ascendente” impactó complejos nucleares y eliminó a figuras clave del régimen iraní, todo pocas horas antes de una nueva ronda de negociaciones diplomáticas entre Washington y Teherán. Lejos de buscar consenso, el ataque parecía diseñado para torpedear cualquier avance. Como señaló Heather Penatzer, Netanyahu actuó sabiendo que podría provocar represalias iraníes que arrastraran a Estados Unidos al conflicto.
Hasta hace poco, Trump parecía resistirse. Declaraba su voluntad de alcanzar un acuerdo, celebraba los canales diplomáticos, incluso ordenó evacuaciones de personal para evitar incidentes. Pero el 21 de junio, todo cambió.
Estados Unidos lanzó a través de la Operación ¨Martillo de Medianoche¨, ataques coordinados contra tres instalaciones nucleares clave de Irán: Fordow, Natanz e Isfahán. Trump lo presentó como un “golpe decisivo” a las ambiciones atómicas del régimen persa. Pero más allá del éxito operativo, el ataque marcó el fin de una línea roja estratégica: la de la disuasión como contención.
El ataque fue preventivo. Una acción basada no en lo que Irán había hecho, sino en lo que hacer. Con ese gesto, Washington no solo acompañó la lógica de Netanyahu. También debilitó los principios básicos del derecho internacional, la diplomacia multilateral y la lógica del uso proporcional de la fuerza.
El Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC), abandonado unilateralmente por EE.UU. en 2018, había establecido límites estrictos y verificables al programa nuclear iraní. En su lugar, ahora se normaliza el principio de golpear primero y explicar después. Un nuevo paradigma se abre paso: el de atacar no por lo que el adversario es, sino por lo que tal vez algún día llegue a ser. Si ese estándar se generaliza, cualquier país con tecnología nuclear podría volverse blanco “legítimo” según la lógica de la sospecha.
Desde la óptica de Clausewitz, el problema es evidente: cuando la guerra se divorcia de los fines políticos racionales, deja de ser un instrumento para convertirse en un fin en sí mismo. Las acciones de Israel —y ahora también de EE.UU.— buscan resolver problemas políticos complejos con soluciones militares inmediatas. El resultado es un agravamiento del aislamiento diplomático, un aumento del riesgo de represalias, y una creciente erosión de los márgenes de maniobra política.
Irán, que enfrentaba protestas internas y una situación económica frágil, ahora se ve presionado a responder para no perder legitimidad. Estados Unidos, por su parte, compromete su autoridad moral y su seguridad regional. Y el sistema internacional, ya debilitado, recibe otro golpe a sus mecanismos de resolución pacífica de disputas.
Lo más preocupante es que esta política de ataques preventivos no se limita a un caso aislado ni a un error táctico. Sienta un precedente: si el país más poderoso del mundo ataca sin pruebas fehacientes y sin mandato internacional, ¿qué impide a otras potencias seguir el mismo camino? China podría aplicar esta lógica en el mar del Sur; India y Pakistán, en Cachemira; Rusia, en sus ex repúblicas. La legitimación de la acción unilateral bajo el argumento del “peligro potencial” dinamita décadas de construcción institucional.
En un mundo marcado por la multipolaridad, donde cada bloque busca afirmarse, debilitar el derecho internacional puede ser una estrategia útil en el corto plazo, pero devastadora en el mediano. La confianza entre Estados se erosiona, el margen para la mediación se estrecha, y los incentivos para armarse crecen. Si la disuasión tradicional se reemplaza por ataques preventivos, el resultado es una carrera de paranoia global, con menos reglas y más misiles.
El momento es crítico. Israel quiere consolidarse como potencia regional. Trump aspira a proyectar liderazgo. Pero la historia enseña que las guerras sin horizonte político suelen terminar mal. Napoleón lo aprendió. Clausewitz lo explicó. El riesgo ahora es que nadie quiera —o pueda— detener la escalada.
La pregunta es si queda voluntad política para volver a la senda diplomática. Porque si la única brújula es la sospecha, y la única herramienta el misil, el próximo paso ya no será preventivo. Será irreversible.