Recuerdo con claridad cuando empecé a salir a correr: fue a los trece años y el primer lugar adonde entrenaba -por llamarle así- era la plaza Libertad. Estoy hablando de un Rosario de hace mucho tiempo atrás, cuando esa plaza estaba en el barrio que había dejado de llamarse El Abasto y que en el último lustro retomó su nombre. Salía a correr –en ese entonces se llamaba footing– porque mi papá, decía él, había sido corredor de cortas distancias y había estado a pocos segundos del récord santafesino. No salió ganador porque su familia, mis abuelos, no tenían plata para comprarle los botines necesarios. No esperaba que yo fuera corredora, pero me alentaba a hacerlo.
Aunque yo no tenía la vocación, salía munida de la información que había conseguido en un libro específico de James F. Fixx, de 1977, de portada roja y donde se veían unas piernas de hombre corriendo. Todo lo que aprendí y aprendo en la vida es porque lo leí en alguna parte. Hay quien dice que fue Mr. Fixx quien inventó el running. En las películas norteamericanas había empezado a verse gente corriendo en el Central Park en Nueva York, y además por esos años habían estrenado “Carrozas de fuego”, sobre las Olimpíadas de 1924 con música de Vangelis y eso me llenaba de energías. Mi mamá, en cambio, me consideraba una boba completa; y casi todo el mundo alrededor compartía la idea de que salir a correr sin pretender ser corredora en un club de atletismo era una pérdida de tiempo absoluta.
El libro de Fixx traía consejos muy útiles que guardé para toda la vida y por eso recomiendo su lectura. Por ejemplo: que era bueno llevar lo menos posible encima y que se podía salir a trotar -otra expresión de los ’80- con sol o con viento, con frío o con calor. Yo llevaba además mi walkman que mi papá me había comprado en el Once y parecía de primera marca y era falsificado. Mi sueño de adolescente era correr la Maratón de San Silvestre en Río de Janeiro. En aquel tiempo las únicas carreras que había eran para profesionales, y no estaba del todo bien visto que un escritor, un intelectual, pusiera su energía en algo físico tan banal como correr para mantenerse en forma. En aquel tiempo a Murakami con “De qué hablo cuando hablo de correr “no le hubiera ido para nada bien.
Quiero aclarar que nunca corrí una maratón, ni siquiera la de cinco kilómetros. Tal vez algún día lo haga. Sin embargo, la práctica me acompañó toda la vida. A veces me enamoro de la idea de correr y hago punto fijo y voy cuatro veces en la semana, aunque sea a la cinta del gimnasio. Después me aburro y paso a otra disciplina. En mi mente, agradezco la frustración de mi papá que me apoyó a salir a correr. Cuando lo hago, me pasa lo que a todos: mi cabeza se pone en blanco y a los treinta minutos de hacerlo, me lleno de ideas para escribir. Ese espacio adonde corro, ya sea en el Parque Lezama o en el gimnasio, es mi espacio creativo. Ahí de verdad soy yo.